Al paso de tu sepulcro por el Pasillo
de Santa Isabel, inmerso en la algarabía de un pueblo que silencia con sus
voces los gemidos de la orilla histórica del Perchel, me asomo al sentido y
causa de tu muerte.
No comprendo nada. He quedado solo. Me
acompañan tu palabra y mi pensamiento. De nuevo, como siempre, poderes políticos
y religiosos te han secuestrado. Te mecen y llevan de un lado para otro. Llegan
generales, políticos y obispos; cornetas, tambores y ejército te rinden
homenaje. El mendigo de la esquina espera que un denario se pose en la orquilla
de la palma de su mano.
El santo sepulcro avanza. El paso de
los hombres que soportan tu peso es majestuoso. Una abuela del barrio de la
Trinidad se santigua; unos novios se besan entre aromas de incienso; un árabe
ofrece pañuelos de variados colores; una lágrima de cirio nazareno copula el
asfalto; una saeta suplica al cielo un milagro.
¿Por qué tú, hombre bueno de Nazaret,
humilde artesano de libertades, has sido ejecutado por los poderes políticos y
religiosos de tú época?
El Fiscal Mayor del Reino te ha hecho
la pregunta clave: “En verdad eres tú el Hijo de Dios”. Lo miras a los ojos. Tu
respuesta es contundente: “Tú los has dicho, yo soy”. Acabas de pronunciar tu
sentencia de muerte porque has quebrado los dogmatismos establecidos para que
pudiéramos proclamar, sin miedo, nuestro sueño de divinidad.
La rica Tribuna de los Pobres silencia
a tu paso. Te presiento en el silencio. Las luces de neón, sonrojadas, esperan
una mano que las hagan descansar, pero el consumo no sabe de descanso. La
abuela de la Trinidad se incorpora de su silla de anea. El hermano árabe vuelve
sus ojos a ti. Dejo de mirar a los otros; por un instante me asomo para verte. Apago
mi pensamiento y venero tu imagen; quiero ser como los demás.
El mendigo de la esquina sigue con su
mano tendida y una gota de cera taladra el rocío de su patena. Despierto, me
olvido de ti y voy a su encuentro, al del mendigo, y en él te abrazo.
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